sábado, 22 de abril de 2017

Tan solo amor 7° - Gaby Ruiz



Rose lo miró con sospecha. Estudió detenidamente su rostro y asintió.  Así que le creía. Por lo menos lo dejaría en paz, no por el tiempo que él desearía, por supuesto.  Pero si era por una hora completa, él estaría agradecido.  Aunque no se atrevía a soñar tanto.
– Sé que no mientes –Rose arqueó una ceja, gesto idéntico en los dos– nunca fuiste bueno mintiendo, Marcos. 
  Lo sé, tú eres la mejor en eso –concedió él y ella asintió complacida.
  Por lo tanto… –añadió Rose.
  ¿No podías dejarlo así? –resopló Marcos.
  ¿Te atreviste a soñarlo? ¡Por supuesto que no lo dejaré así! –sonrió Rose.
  Debí suponerlo –Marcos se sentó en su cama y la miró con impaciencia– termina.
  ¿Por qué la prisa, hermano? –rió Rose– ¿tienes una cita?
  Si así fuera, tú no serías quien lo sabría –contestó con cansancio.
  Veo que tu humor no es el de siempre.  Y eso solo puede significar una cosa…
  Rose… –advirtió Marcos.

  Tú sabes que no puedo evitarlo –se encogió de hombros ella– la encontraste.
  No sé de qué hablas, Rose –él fijó sus ojos azules en los de ella, con una sonrisa inocente– pero tú… ¿encontraste tu príncipe azul en ese baile? –rió.
– ¡Qué gracioso! –Rose alzó la voz pero se encogió imperceptiblemente– ¿sabes? Lo has conseguido… te dejaré.
  ¡Finalmente!
  Por ahora, por supuesto –ella clavó sus ojos celestes en una advertencia.
– Por supuesto –asintió él y se levantó para cerrar la puerta.
  No pasa de esta noche, Marcos –le pareció que Rose dijo antes que él cerrara la puerta.  Su hermana gemela era perspicaz pero no tenía medios para saber lo que le había pasado.  No lo sabría.  Si le iba a contar a alguien sobre Mía, esa era Danaé. Tenían aquel sentimiento de identidad desde siempre, aún más que con su gemela. Era una lástima que ella estuviera en Canadá.
Danaé era una hermana para él, aunque realmente era su tía, y también tenía menos años que él. Por eso, él prefería llamarla prima, hermana o lo que fuera y no que le dijera sobrino, que era tan extraño.  Lo que sí, él, a pesar de la diferencia de edad, la había conocido y apreciado a lo largo de los años.  Siempre había sido muy madura y por eso, no entendía por qué todos la trataban como si fuera una niña.  Sobretodo Alex, a quien él, estaba prácticamente seguro, Danaé amaba.  No había necesitado que ella se lo dijera ni él decirle que lo sabía, las palabras sobraban cuando hablaban las miradas y entre ellos siempre había funcionado así.  Por eso, se había alegrado mucho cuando Danaé había sido novia de Kyle.  Y ahora, probablemente, ya lo era.  Se merecía ser feliz.  Espera que siempre lo fuera y él hubiera deseado también serlo. Con Mía…
Realmente necesitaba contarle a Danaé y encontraría la oportunidad.  Recordaba una ocasión en que ella le había dicho que el problema de él era que quería alguien a quien amar, ya que él se había quejado de una mujer más con la que no podía “verse” y no sabía que estaba mal en él.  Cuando él iba a replicar, Danaé continuó y le habló de encontrar a una mujer, casi sin esperarlo y él sabría cuando fuera así.  Que no podría recordar su vida antes de ella y no habría imagen de su futuro que ella no hubiera invadido.  Pero tendría que esperar y luchar. 
Ahí había admirado mucho más a Danaé. Y, el lazo que los unía de por sí, se había estrechado mucho más.  Nadie le entendería como ella había hecho, era su mejor amiga. Sin duda alguna, sus situaciones podían ser diferentes, pero en el fondo, se habían identificado de una manera increíble.  Desde ahí, el otro siempre era el primero en saber cualquier novedad de sus vidas.  Por eso, la extrañaba.  Pero él había sido el primero en saber que se iría y le había animado a hacerlo.  Danaé tienes que empezar a buscar tu felicidad, le había dicho. 
Debería intentar aplicar esos consejos él mismo. Buscar su felicidad.  Mía.
Sabía que no podría dejar de pensar en ella.  Su imagen estaría grabada en su mente para toda la vida.  Y no quería simplemente un recuerdo… no, la quería a ella. ¿Podría conseguirlo? Si tan solo…
Recordó el aeropuerto.  Dejarla había sido lo más difícil que había hecho en su vida. Había estado a punto de quedarse, ya lo había decidido.  Cuando supo que eso solo la asustaría, la alejaría aún más… bueno, cambió de idea. Y continuó con paso firme, sin mirarla o sabía que no podría hacerlo. El amor era tan insólito… y dolía.
Si él, con solo unos días enamorado, sentía que en cualquier momento moriría (no tenía muy claro si de anhelo o de lo estúpido que se sentía).  ¿Cómo sería amar a la misma persona por años sin que lo notara? La fortaleza de Danaé lo abrumaba… y pensó que tal vez él, en cierta manera, también había amado su vida entera sin notarlo.  Porque había esperado a Mía… y la esperaría.  Siempre.
Así que estaba decidido.  Se sentaba a esperarla o la buscaba.  Él sabía la respuesta.  Y también sabía que Aidan lo mataría por interrumpirle en su luna de miel pero lo haría.  Buscaría a Mía, se aseguraría de que no lo olvidara.  ¿Por qué no se había casado?  Habían tantas cosas por decir… él deseaba haberse quedado para saber a qué se enfrentaba.  Pero no, haría algo mejor.  Mucho mejor.
Más tarde.  O más temprano.  Aún estaba con el desfase horario y necesitaba recuperarse.  Pensó en darse una ducha pero estaba demasiado cansado.  Cerró los ojos, evocando la imagen de Mía y se quedó profundamente dormido.
***
  Ahora no –se quejó Mía cuando su madre abrió la puerta y le pidió que fuera a comprar algo con ella. Ni siquiera la escuchó, no tenía ánimo de ir y mucho menos de hablar.  El concepto de “compras” de su madre se limitaba a interrogarla sobre cada aspecto de su vida y era lo que menos quería. 
Escuchó cómo se alejaba y suspiró aliviada. Esas vacaciones en casa se estaban alargando demasiado, lo sabía pero no quería estar sola.  Por alguna extraña razón, su hogar le daba una calma que no había necesitado en años.  Casi dos años, se recordó.
Empezaba la tercera semana desde la boda de Eliane y Aidan; desde que había conocido a Marcos.  La segunda semana desde que se habían despedido en el aeropuerto.  Prácticamente 15 días de sentirse rara.  Muy, muy extraña.
Quería gritar y llorar… de alegría.  Era demasiado para comprenderlo. Como si algo extraordinario le hubiera pasado pero no lograba entenderlo aún.  ¿Se estaría volviendo loca? No lo sabía.  Solo que ella no quería volver a su departamento.  Quería un viaje para despejarse y ¿la verdad? Italia se le había antojado muy de su gusto.
Nada, absolutamente nada relativo a Marcos. Ni siquiera sabía en qué parte él residía y no que le importara demasiado.  Pero Italia siempre había sido un país que le encantaría conocer. ¿Por qué no ahora?
Era tan hermoso soñar. Algo que jamás haría, por supuesto.
Se concentró en lo que tenía entre manos y sonrió.  Había llegado un nuevo correo electrónico de Eliane.  Su hermana se notaba muy feliz. ¿Llegaría ella a ser así de feliz alguna vez?
Con un tercio de la felicidad y amor que parecía sentir Eliane por Aidan, y él por ella… seguro que viviría agradecida para toda la vida.  Pero sabía que no era posible.  Que ella no estaba hecha para amar. 
Al menos no podía hacerlo sin dañar lo que amaba.  La vida era complicada e injusta.
Pero tenía que ser vivida –decidió– y eso implicaba correr riesgos. No sabía que podría encontrar.  Ni si sería capaz de hacer lo que pensaba. Aunque, para ser sincera, una cosa tenía claro. Era hora de regresar a la realidad.  A su departamento.
Empacó rápidamente, reservó un vuelo para la tarde y se las arregló para despedirse de sus padres sin demasiadas interrogantes.  Tenía mucho que pensar. 
El vuelo fue breve. Pagaba a alguien para que limpiara su departamento una vez a la semana cuando salía de viaje.  Como no había planeado demorar tanto, no todo estaba en su lugar, como era su costumbre.  Encontró algo extraño… ¿rosas?
Eran unas rosas rojas, que debieron ser hermosas hace una semana o más.  Las habían dejado en un jarrón con agua, pero aun así estaban marchitas.  Se lamentó de quien sea que se hubiera equivocado y las hubiera dejado ahí. ¿Quién hacía la limpieza ahora le ponía rosas? No lo creía.  Llevaban una tarjeta.
No, era más que una tarjeta. Era una carta.
Se acercó a tomarla, como sintiendo una corriente electrizante mientras se disponía a hacerlo.  Es que no tenía que mirar para saberlo. Era absurdo, por supuesto, pero habría jurado que eran suyas. Solo podía ser él.  ¿No había creído que la había olvidado ya? ¿Sería posible?
Acarició un pétalo y sus labios pronunciaron lo inevitable: Marcos…

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